En 1555 el Emperador Carlos tenía unificado bajo su mandato gran parte del mundo. Nuestro país, recién constituido, había logrado en un breve periodo de tiempo una enorme expansión y en la figura del monarca se concentraba el poder hegemónico de España como potencia. El César, llamado por muchos, era nieto de los Reyes Católicos e hijo de Felipe I y Juana I de Castilla.
En esta misma fecha, su madre llevaba 46 años encerrada en el palacio de Tordesillas. Sin duda, lugar poco digno de los honores de una Reina.
Fernando el Católico y después el monarca Carlos decidieron enclaustrar a la Reina Juana en contra de su voluntad tildándola de loca. Aparentemente, la soberana no se encontraba en plenas capacidades mentales, sin embargo, la historia revela que fueron motivos políticos los que propiciaron su privación de libertad.
Durante el desarrollo de Santa Juana de Castilla se observa que la protagonista no ha perdido el juicio. Es consciente de la reclusión en la que vive su día a día y de las causas que la han desencadenado. Los criados Mógica y Marisancha saben bien que la Reina no está loca, para ellos "su Alteza discurre atinadamente sobre cualquier asunto. Su único desconcierto consiste en no darse cuenta y razón del paso del tiempo".
El único aspecto destacable que perturba la vida de Doña Juana y que deja al descubierto una personalidad frágil es la superioridad de su madre. Jamás consigue apartarse de la sombra del éxito de su progenitora. Para ella el triunfo de la gran Isabel supone una pesada losa que en el encierro sólo hace que aumentar.
De sus palabras queda claro que gracias a su madre, Castilla alcanzó el esplendor que tanto merecía -porque de sus tierras salió todo lo grande que existe en la humanidad-, sin embargo, la monarca no se considera digna de mucha admiración. Ha recogido el testigo de un extraordinario progreso que le es complicado mantener.
Santa Juana de Castilla y la religión
El calificativo de "loco" supone un considerable desprecio, pero si se le suma el de "hereje" todavía es peor y más teniendo en cuenta la época que le tocó vivir a Doña Juana. Las razones que llevaron a pensar que su alteza no profesaba la religión católica se basan en que leía a Erasmo de Rotterdam. En concreto el libro Elogio de la locura, obra que el propio Erasmo le regaló en un encuentro que ambos mantuvieron. Resulta paradójico que a pesar de las críticas y la censura de la iglesia hacia el autor, el Papa León X lo siguiera con deleite.
Antes de que la muerte se tope con la Reina, el emperador Carlos, decide que Don Francisco de Borja, antiguo Duque de Gandía y bisnieto del Papa Alejandro VI, la visite. La razón es proporcionar un alivio a los dolores de su madre y fortalecer su espíritu con la doctrina de Jesús.
La perspectiva particular que su Alteza Real tiene acerca de la religión queda clara en la comparación que hace entre la fe y el agua. Doña Juana quiere el agua pura y limpia, como la que cae del cielo, la quiere traída por la divina esencia, sin que se encuentre contaminada por las turbulencias de los ríos, que arrastran en su corriente todas las malicias, todas las miserias humanas.
La Reina cuida de la pureza de su corazón e intenta que la rectitud impere en sus acciones, comportamiento que Francisco de Borja acepta, rechazando, por tanto, las acusaciones que la calificaban de hereje.
La herejía no tiene cabida en el alma de Doña Juana, su espíritu está a salvo, al contrario que el de los infieles. No obstante, ha pagado un alto precio por apartarse de los rígidos caminos establecidos por la iglesia. La injusta opinión que se ha creado sobre ella ha hecho que se le "condene" sin darle siquiera la oportunidad de defenderse.
Muestra de la religiosidad de la Reina de Castilla es la comprensión que muestra con las gentes de Villalba de Alcor durante su escapada, en concreto con una aldeana a la que todos llaman "Poca Misa". La pobre mujer no puede dedicar a la religión todo el tiempo que quisiera el clero, comportamiento reprobado por los frailes. Ella es viuda, tiene seis hijos pequeños y necesita invertir su tiempo en cultivar la tierra para tener algo que llevarse a la boca. Doña Juana no le hace reproche alguno, entiende su situación y apremia su fortaleza con dinero.
La salida de Tordesillas
Décadas de encierro además de empeorar el estado de salud de la monarca hacen que se encuentre más nostálgica. Anhela salir del palacio, respirar aire fresco y tener contacto con la gente. Además, su médico, el Doctor Santa Clara, cuestiona el aislamiento al que se le somete.
Por su parte, en la tercera escena la Reina ya muestra su parecer, desea ser libre -aunque sea tan sólo por un corto periodo- y así se lo hace saber a Lisarda, una de sus damas de confianza. Días después consigue su propósito.
La escapada de Doña Juana trasciende la mera salida al exterior, supone una aproximación a la población. Una vez fuera de los muros opresores del castillo, la Reina se encuentra con el respeto, el cariño y la admiración de los suyos.
El pueblo le hace saber que los hombres y las mujeres están dispuestos a derramar su sangre para que Castila sea gobernada por su legítima Soberana. Entre otras cosas, quieren que los flamencos dejen de ocupar sus tierras y de quedarse con dinero que no les pertenece.
Su Alteza, conmovida por la situación promete hablar con su hijo para poner fin a tanta penuria. Se siente responsable del día a día de los aldeanos y desea favorecerles en la medida de lo posible.
Gracias a su atención y compromiso Doña Juana recibe a cambio un baño de multitudes, es aclamada y la gente le demuestra su afecto. Los chiquillos más atrevidos hacen ademán de aproximarse a ella, a lo que la Reina responde: Dejad, dejad que los niños se acerquen a mí.
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